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Miguel de Unamuno

(1864-1936)

Nac. en Bilbao el 29 de septiembre de 1864 y murió en Salamanca el 31 de diciembre de 1936. Estudió en el Instituto Vizcaí­no de Bilbao (1875-1880) y en la Universi­dad de Madrid (1880-1884). En 1891 tomó posesión de la cátedra de griego en Sala­manca, a la que acumuló luego la de filología comparada de latín y castellano. Fue profesor (y rector) en Salamanca hasta su jubilación, en 1934, cuando fue nombrado «Rector per­petuo», con excepción de los años pasados en el destierro (1924-1930), en Fuerteventura, París y Hendaya.

La vida y el pensamiento de Unamuno, ín­timamente enlazados con las circunstancias españolas y con la gran lucha sostenida desde fines del siglo pasado entre los europeizantes y los hispanizantes, lucha resuelta por Una­muno con su tesis de la hispanización de Europa, pueden comprenderse en función de las intuiciones centrales de su filosofía, con­sistente en una meditación sobre tres temas fundamentales: la doctrina del hombre de carne y hueso, la doctrina de la inmortalidad y la doctrina del Verbo.

La proxi­midad de Unamuno al existencialismo, subra­yada ya en diversas ocasiones, no impide ciertamente que su intuición y sentimiento del hombre sean, en el fondo, de una radicalidad mucho mayor que la expresada en cualquier filosofía existencial. En su lucha contra la fi­losofía profesional y contra el imperio de la lógica, en su decidida tendencia a lo concreto humano representado por el individuo y no por una vaga e inexistente «humanidad», Unamuno hace de la doctrina del hombre de carne y hueso el fundamento de una oposición al cientificismo racionalista, insuficiente para llenar la vida humana concreta y, por lo tanto, también impotente para confirmar o refutar lo que constituye el verdadero ser de este indivi­duo real y actual proclamado en su filosofía: el hambre de supervivencia y el afán de in­mortalidad. Toda demostración conducente a demostrar o a refutar estos sentimientos radi­cales es para Unamuno la expresión de una actitud asumida por los que «sólo tienen ra­zón», por los que ven en el hombre un ente de razón y no un haz de contradicciones. Haz de contradicciones que se revela sobre todo cuando se advierte que el hombre no puede vivir tampoco sin la razón, la cual «ejerce re­presalias» y coloca al hombre en una insegu­ridad que es, a la vez, el fundamento mismo de su vida.

Unamuno combatió sobre todo al cientificismo y al racionalismo, ha sido porque ellos adquirían en cierto mo­mento un aire de ilegítimo triunfo, un peso que hubiera en fin de cuentas aplastado al hombre. El cientificismo y el racionalismo son uno de los caminos que conducen al sui­cidio, la actitud adoptada por quienes, en su afán de teología, «esto es, de abogacía», o en su invencible odio antiteológico, no advierten en la contradicción el verdadero modo de pensar y de sentir del hombre existencial. El fundamento de la creencia en la inmortalidad no se encuentra en ninguna construcción silo­gística ni inducción científica: se encuentra simplemente en la esperanza. Pero la inmorta­lidad no consiste a su vez para Unamuno en una pálida y desteñida supervivencia de las almas. Vinculándose a la concepción católica, que anuncia la resurrección de los cuerpos, Unamuno espera y proclama «la inmortalidad de cuerpo y alma» y precisamente del propio cuerpo, del que se conoce y sufre en la vida cotidiana. No se trata, por lo tanto, de una jus­tificación ética del paso del hombre sobre la tierra, sino simplemente de la esperanza de que la muerte no sea la definitiva aniquilación del cuerpo y del alma de cada cual. Esta es­peranza, velada en la mayor parte de las con­cepciones filosóficas por nebulosas místicas y por sutiles sistemas, es rastreada por Una­muno en los numerosos ejemplos de la sed de inmortalidad, desde los mitos y las teorías del eterno retomo hasta el afán de gloria y, en úl­tima instancia, hasta la voz constante de una duda que se insinúa en el corazón del hombre cuando éste aparta como molesta la idea de una sobrevivencia. Demostración o refuta­ción, confirmación o negación son sólo, por consiguiente, dos formas únicas de raciona­lismo suicida, a las cuales es ajena la espe­ranza, pues ésta representa simultáneamente, como Unamuno ha subrayado explícitamente, una duda y una convicción.

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