Nac. en Bilbao el 29 de septiembre de 1864 y murió en Salamanca el 31 de diciembre de 1936. Estudió en el Instituto Vizcaíno de Bilbao (1875-1880) y en la Universidad de Madrid (1880-1884). En 1891 tomó posesión de la cátedra de griego en Salamanca, a la que acumuló luego la de filología comparada de latín y castellano. Fue profesor (y rector) en Salamanca hasta su jubilación, en 1934, cuando fue nombrado «Rector perpetuo», con excepción de los años pasados en el destierro (1924-1930), en Fuerteventura, París y Hendaya.
La vida y el pensamiento de Unamuno, íntimamente enlazados con las circunstancias españolas y con la gran lucha sostenida desde fines del siglo pasado entre los europeizantes y los hispanizantes, lucha resuelta por Unamuno con su tesis de la hispanización de Europa, pueden comprenderse en función de las intuiciones centrales de su filosofía, consistente en una meditación sobre tres temas fundamentales: la doctrina del hombre de carne y hueso, la doctrina de la inmortalidad y la doctrina del Verbo.
La proximidad de Unamuno al existencialismo, subrayada ya en diversas ocasiones, no impide ciertamente que su intuición y sentimiento del hombre sean, en el fondo, de una radicalidad mucho mayor que la expresada en cualquier filosofía existencial. En su lucha contra la filosofía profesional y contra el imperio de la lógica, en su decidida tendencia a lo concreto humano representado por el individuo y no por una vaga e inexistente «humanidad», Unamuno hace de la doctrina del hombre de carne y hueso el fundamento de una oposición al cientificismo racionalista, insuficiente para llenar la vida humana concreta y, por lo tanto, también impotente para confirmar o refutar lo que constituye el verdadero ser de este individuo real y actual proclamado en su filosofía: el hambre de supervivencia y el afán de inmortalidad. Toda demostración conducente a demostrar o a refutar estos sentimientos radicales es para Unamuno la expresión de una actitud asumida por los que «sólo tienen razón», por los que ven en el hombre un ente de razón y no un haz de contradicciones. Haz de contradicciones que se revela sobre todo cuando se advierte que el hombre no puede vivir tampoco sin la razón, la cual «ejerce represalias» y coloca al hombre en una inseguridad que es, a la vez, el fundamento mismo de su vida.
Unamuno combatió sobre todo al cientificismo y al racionalismo, ha sido porque ellos adquirían en cierto momento un aire de ilegítimo triunfo, un peso que hubiera en fin de cuentas aplastado al hombre. El cientificismo y el racionalismo son uno de los caminos que conducen al suicidio, la actitud adoptada por quienes, en su afán de teología, «esto es, de abogacía», o en su invencible odio antiteológico, no advierten en la contradicción el verdadero modo de pensar y de sentir del hombre existencial. El fundamento de la creencia en la inmortalidad no se encuentra en ninguna construcción silogística ni inducción científica: se encuentra simplemente en la esperanza. Pero la inmortalidad no consiste a su vez para Unamuno en una pálida y desteñida supervivencia de las almas. Vinculándose a la concepción católica, que anuncia la resurrección de los cuerpos, Unamuno espera y proclama «la inmortalidad de cuerpo y alma» y precisamente del propio cuerpo, del que se conoce y sufre en la vida cotidiana. No se trata, por lo tanto, de una justificación ética del paso del hombre sobre la tierra, sino simplemente de la esperanza de que la muerte no sea la definitiva aniquilación del cuerpo y del alma de cada cual. Esta esperanza, velada en la mayor parte de las concepciones filosóficas por nebulosas místicas y por sutiles sistemas, es rastreada por Unamuno en los numerosos ejemplos de la sed de inmortalidad, desde los mitos y las teorías del eterno retomo hasta el afán de gloria y, en última instancia, hasta la voz constante de una duda que se insinúa en el corazón del hombre cuando éste aparta como molesta la idea de una sobrevivencia. Demostración o refutación, confirmación o negación son sólo, por consiguiente, dos formas únicas de racionalismo suicida, a las cuales es ajena la esperanza, pues ésta representa simultáneamente, como Unamuno ha subrayado explícitamente, una duda y una convicción.